lunes, 17 de diciembre de 2007

Desde la Pista

Aún hoy, si se nos pide un comentario crítico sobre algún asunto, nos parece muy “natural” acudir a la consagrada herramienta cartesiana de la descomposición y análisis de la cosa en sus elementos más simples e irreductibles. El tango no escapa a esta modalidad de abordaje. Así, por ejemplo, si escuchamos a una orquesta típica y queremos dar cuenta de ella, comenzaremos por clasificarla como orientada hacia el baile o hacia la escucha, la situaremos dentro de la evolución del tango, evaluaremos su repertorio, la pericia instrumental de sus músicos, la calidad y la complejidad de los arreglos, el papel de sus cantores –de tenerlos—y la calidad de los mismos dentro de la vertiente que cultiven, etc. Idéntico procedimiento aplicaríamos a cantores solistas.
Subyace a esta operación la idea de que lo que apreciamos es una feliz asociación sumatoria de dichos elementos.
Y la vida va. Todo parece funcionar. Podemos llegar a sentirnos conocedores del género. Ponderamos los valores indiscutibles de algunos (no somos tontos. Es mejor opinar sobre seguro) y denostamos sin piedad a los que nos parece que más flagrantemente han violado las reglas del arte o del buen gusto (¿?). Esto muchas veces resulta de una justicia tan necesaria como perogrullesca. Forjamos así nuestro gusto personal, nuestras preferencias, nuestras aversiones, y nuestras vastas indiferencias. Estas últimas, muy probablemente relacionadas con la ignorancia o la incomprensión. Este terreno es fértil para que en él se opere una especie de sorprendente cambio de sensibilidad, que creemos que merece una reflexión, un intento de explicación.
Hace ya mucho tiempo, durante la larga década del ´40 (1935-55 aprox.) surgió una controversia acerca de un fenómeno de importantes consecuencias para el tango. Sabido es que esta veintena de años fueron, desde ciertos puntos de vista, especialmente prolíficos y fecundos. Más allá de que alguien pudiera objetar lo que decimos, el tango adquirió una masividad que nunca antes había tenido, ni tuvo después. Y entre los muchos factores que concurrieron para que esto fuera así, el más destacado fue sin duda la difusión del baile, que permitía al aficionado ser un participante activo del hecho artístico y desarrollar en algunos casos, una maestría que ha llegado a ser leyenda. Pero, la curva de esta pasión en algún momento comenzó a tener cierta declinación, aparentemente proporcional al crecimiento de la figura del cantor dentro de la orquesta típica. Dicen los que saben, que ante la presencia de algunos cantores, los bailarines aflojaban el tenaz abrazo y se acercaban a la orquesta a escuchar. A este hecho, seguramente acompañado de cierto esmero en los arreglos y cierta libertad para el fraseo de los más apreciados cantores, se atribuyó una paulatina merma del negocio. No debemos olvidar que el tango, a pesar de la sorprendente calidad de las creaciones e interpretaciones que nos a legado, siempre estuvo comprendido dentro de las hoy llamadas industrias culturales (expresión en la que compiten la sinceridad con el mal gusto). Avatares sociales y políticos, junto con la siempre diligente actuación de los mercaderes del disco y el cumplimiento de inexorables ciclos históricos, deben también tenerse en cuenta a la hora de buscar las causas del ocaso. Pero lo cierto es que el movilizante baile popular fue decayendo hasta desaparecer por completo de la agenda porteña. Es por ese motivo que la forma en que el tango sobrevive en sus años de eclipse –supervivencia lograda en la mejor ley, debida a la calidad y densidad de su constitución— tiene un sesgo tal que predomina lo destinado a la escucha pura, la especulación estética, y la memoriosa nostalgia de los sobrevivientes de la generación que fue testigo y partícipe de su gloria. Aunque de más está decir que estas actitudes no sobran en ningún arte, más allá de las consecuencias que puedan haber tenido en el metabolismo interno del tango, los que nacimos o nos formamos en años posteriores a 1955, tuvimos al baile de tango como una referencia cada vez más lejana.


Max Wertheimer, Wolfgang Khöler y Kurt Koffka no fueron autores ni compositores de tango. Tampoco directores de orquesta típica. Ni integran un posmoderno grupo de tango electrónico. No, pero sus aportes a la psicología en el marco de la llamada escuela de la Gestalt, sobre todo en el terreno de la percepción, quizá puedan ayudarnos a comprender y a compartir experiencias que no es fácil poner en palabras.
Una sintética expresión, que se convirtió en carta de presentación de la Gestalt, permite resumir la posición que adoptan y en la que se apoya nuestra idea: El todo es más que la suma de las partes. “El todo es el punto de partida de la experiencia psicológica y jamás el de llegada. La Gestalt sostuvo que es la organización estructural global la que determina el lugar y el significado de cualquier parte componente. En este sentido una misma sensación, o elemento local, puede cobrar distinto significado según la totalidad a la que pertenezca.” (Halina Stasiejko, 2000)
Lo que trataremos de hacer es de averiguar cómo y por qué el gusto y la comprensión del tango se modifican, evolucionan, según desde dónde lo escuchemos. Es decir, en qué circunstancias, en medio de qué elementos. Con otras palabras, según cómo se constituya el campo perceptual.
Es así que muchas de las orquestas y cantores que en un paisaje dominado por Gardel y Pichuco, desde la simple escucha nos habían parecido, digamos ¿inexplicables?, cobran en el ambiente de la milonga, desde la pista, desde el abrazo, un sentido notable. Se vuelven imprescindibles como piezas de una compleja maquinaria estética, en la que el todo es más que la suma de las partes. Cada estilo se comprende en el concierto de los otros; cada clima que se logra es la contrapartida de otros completamente distintos y hasta antagónicos en apariencia. Hasta algunas voces que no nos gustaban cobran sentido al crear ese policromo color tango. Y este reacomodamiento de la percepción en función del campo perceptivo, tiene para uno el valor de una revelación. Si para Borges era más dichoso entender que sentir o imaginar, en este caso se trata de las tres cosas a la vez.
De más está decir que cada lector le pondrá a nuestras ideas, en caso de sentirse reflejado por ellas, los nombres propios que le dicte su singular sensibilidad. Seguramente coincidirá con muchos otros aficionados. Son estas coincidencias las que nos animan a escribir. Superan ampliamente a las discrepancias y movilizan en la actualidad, alrededor del tango, a un grupo considerable de personas cuya limitación numérica está mucho más relacionada con la fragmentación social que con limitaciones del propio género. Y si bien el tango sigue siendo la música que identifica a Buenos Aires –no sólo en el imaginario de los extranjeros- los milongueros estamos más cerca de constituir una tribu urbana que de ser cada uno “el hombre que está sólo y espera”.
Reinstalado por razones que en otro momento analizaremos tal vez, el milagroso mundo de la milonga vuelve a ofrecer su inigualable seducción, volviendo a la vida un tesoro que había quedado reservado a la arqueología. Así que “a bailar, a bailar, que la orquesta se va”♠

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